
Donde la Calma Inquieta
Cosme siempre había pensado que la gente de su pueblo lo miraba de más. No de una manera normal, como cuando uno reconoce a un vecino, sino de una manera conspirativa, calculada, como si cada gesto suyo quedara registrado en un archivo secreto. La señora de la panadería, por ejemplo, tenía la costumbre de preguntarle dos veces cuánto pan quería, y para Cosme eso no era torpeza, sino un método de control: repetir la pregunta para medir su paciencia, su tono de voz, su grado de nerviosismo. El cartero, además, doblaba las cartas de una forma que resultaba insoportablemente exacta. Ese ángulo —siempre el mismo, siempre idéntico— no podía ser casualidad. Según Cosme, cada doblez era parte de un código oculto que algún servicio de inteligencia descifraba desde la comodidad de una oficina con aire acondicionado.
Y qué decir de los perros. Ladraban de manera organizada, como si existiera una academia secreta en la que ensayaban diferentes patrones sonoros para transmitir información. Un ladrido largo, dos cortos y un silencio: eso claramente era un informe. ¿Sobre qué? Cosme nunca lo supo con certeza, pero estaba convencido de que su nombre aparecía en cada reporte canino.
Una noche, mientras intentaba dormir bajo el resplandor intermitente de un farol callejero que parpadeaba con sospechosa regularidad (¿acaso una señal luminosa en clave morse?), decidió que ya no aguantaba más. No podía seguir viviendo en ese pueblo que parecía conspirar contra él con la naturalidad de quien respira. La única salida era mudarse. Si encontraba un lugar donde nadie lo conociera, donde los perros fueran mudos y las cartas vinieran enrolladas, quizá podría tener paz.
Preparó tres maletas. En la primera metió ropa y un par de zapatos, aunque dudó en llevar también guantes, porque las huellas digitales eran, sin duda, material de espionaje. En la segunda guardó su colección de sombreros de aluminio: catorce modelos distintos, algunos diseñados por él mismo con pliegues estratégicos para desviar ondas cerebrales. Y en la tercera embutió 12 candados, cada uno numerado, porque si bien la gente común solía cerrar una puerta con una llave, Cosme sabía que la verdadera seguridad residía en crear laberintos de metal.
El viaje al nuevo pueblo no fue menos inquietante. En el autobús, notó que el conductor pisaba el freno con cierta irregularidad. Para cualquier otro pasajero eso no significaba nada, pero para Cosme era obvio: estaba mandando mensajes en clave a través de la vibración del motor. Una mujer que se sentó a su lado le ofreció un caramelo. Cosme lo rechazó con firmeza, seguro de que contenía algún polvo capaz de alterar su memoria y hacerle olvidar quién era. A mitad del trayecto, un niño lo miró demasiado tiempo, y Cosme se preguntó si sería un niño o un enano disfrazado con la misión de analizarlo a corta distancia.
Al llegar, se sorprendió. El pueblo parecía distinto, casi luminoso. Las calles estaban limpias, la plaza llena de flores y los vecinos lo saludaban con sonrisas amplias, sinceras. Apenas puso un pie en la plaza principal, tres personas se le acercaron con un pastel de frutilla y le dijeron “bienvenido, qué alegría tener a alguien nuevo”. Cosme, incrédulo, aceptó el pastel, pensando que quizá se trataba de la primera muestra de amabilidad genuina que recibía en años.
Los días siguientes fueron extrañamente tranquilos. Lo invitaron a una feria, lo nombraron jurado en un concurso de tortillas, y hasta un perro callejero lo siguió moviendo la cola con afecto, sin emitir ninguno de esos informes sonoros que tanto lo alteraban. En las tardes se sentaba en la plaza, veía a los niños jugar y escuchaba la fuente del centro murmurar un agua limpia, sin mensajes cifrados. Por primera vez, pensó en deshacerse de sus sombreros de aluminio o, al menos, guardarlos en un rincón. Incluso imaginó usar los candados para colgar plantas en la terraza, como cualquier vecino normal.
Todo parecía demasiado perfecto, y esa perfección lo tranquilizó durante un tiempo. Caminaba por las calles con la extraña sensación de que, al fin, había encontrado su sitio. Un lugar donde no tenía que estar midiendo la inclinación de las cartas, ni contando los ladridos de los perros, ni desconfiando de cada sonrisa. En su nueva casa, por las noches, miraba el cielo estrellado y pensaba que había llegado la hora de empezar una vida nueva.
Pero, como siempre, la calma le duró poco. Una tarde, mientras degustaba un pedazo de aquel pastel de bienvenida que aún recordaba con ternura, una duda se le instaló en la mente. ¿No sería sospechoso que lo recibieran con tanta calidez? ¿No era raro que lo nombraran juez en un concurso sin siquiera conocerlo? ¿Y si todo aquello era parte de un plan más sofisticado? En su pueblo anterior lo vigilaban de lejos, con cartas dobladas y perros entrenados. ¿Y si en este, en cambio, habían decidido vigilarlo de cerca, bajo la máscara de la amabilidad?
La idea lo congeló. De repente, las flores de la plaza parecieron demasiado ordenadas, los niños demasiado felices, las tortillas demasiado esponjosas. Sintió que estaba rodeado por una perfección cuidadosamente diseñada para atraparlo. Tragó saliva, miró de reojo a los vecinos que lo saludaban, y en su interior se encendió la alarma de siempre.
El nuevo pueblo era perfecto, sí. Demasiado perfecto. Y mientras saboreaba la última migaja del pastel, comprendió con pavor que su huida no había servido de nada: tal vez el verdadero perseguidor no eran los demás, sino él mismo.

¡Gracias por leer “Donde la Calma Inquieta“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!
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