
Cuando el Tiempo Se Cansó de Ser Tiempo
El Tiempo, como entidad, siempre había presumido de su disciplina. Recto, puntual, inquebrantable: avanzaba como una línea infinita, orgulloso de que todos dependieran de él. Los relojes lo veneraban con sus tic-tac serviciales, los calendarios lo vestían de números, las estaciones lo adornaban con hojas o con nieve. Pero en secreto, estaba agotado.
“¿Qué mérito hay en ser siempre recto?”, se preguntaba mientras veía a los humanos correr de un lugar a otro, esclavos de su marcha. El Tiempo no podía sentarse, ni descansar, ni siquiera estirarse sin provocar catástrofes. Y un día, simplemente, se hartó.
El Pliegue
Con un movimiento insólito, el Tiempo se dobló sobre sí mismo. Como una sábana arrugada, como un espejo que se cierra sobre su propio reflejo. Y el mundo entero se quebró en un eco absurdo.
Las mañanas comenzaron a bostezar en plena medianoche. Las campanas repicaban al revés. El almuerzo llegaba dos veces y el hambre ya no sabía si debía llegar antes o después. Un niño soplaba las velas de su cumpleaños y al instante volvía a soplarlas, pero en otra versión, con la torta ya cortada.
Los relojes, desesperados, se mordían la cola como serpientes que giraban sin cesar. Y la gente descubrió que vivía en repetición: besaban dos veces, respiraban dos veces, se equivocaban dos veces. La muerte misma se duplicaba: había funerales que ocurrían al mismo tiempo que los nacimientos, en la misma sala, como si la vida fuera una mala broma de feria.
Y el Tiempo, torcido, reía con un eco hueco.
El Desdoble
Pero los pliegues cansan. Como todo cuerpo que se mantiene forzado demasiado tiempo, el Tiempo empezó a sentir dolor en sus huesos invisibles. El doblez lo apretaba, como si guardara un secreto que no quería confesar.
Así que decidió estirarse de nuevo. Se desdobló. Se desplegó. Pero al hacerlo, la tensión acumulada fue tanta que el hilo de su tejido se rompió. Y lo que antes era río, línea o flecha, dejó de serlo.
El Tiempo ya no fluía. No corría hacia adelante, ni retrocedía. No se estancaba, porque ya ni siquiera era agua. El Tiempo dejó de ser Tiempo.
El No-Tiempo
Allí nació lo innombrable: el no-tiempo.
Un espacio donde no había relojes, ni calendarios, ni estaciones. Donde no había antes ni después. Todo era un presente infinito, pero no un presente vivo, sino una especie de carcajada congelada.
Los niños nunca nacían, porque siempre estaban nacidos. Los ancianos nunca morían, porque nunca habían envejecido. Los amores no comenzaban ni terminaban: simplemente eran, como un eco detenido en el aire.
La humanidad empezó a moverse como peces atrapados en un mar inmóvil. Los pasos no hacían ruido, porque el “ahora” los absorbía antes de volverse pasado. El hambre no llegaba, porque no había espera. El sueño no terminaba, porque no había despertar.
Algunos lloraban, incapaces de medir sus días.
Otros reían, porque ya no existían los lunes.
Y un puñado de locos bailaba, afirmando que al fin eran libres, aunque nadie supiera libres de qué.
El Silencio del Tiempo
Mientras tanto, el Tiempo mismo observaba su nueva forma: vacío, hueco, transparente. Se miró las manos, pero descubrió que ya no tenía manos. Intentó hablar, pero su voz había desaparecido con las horas. Intentó contar, pero los números habían huido como pájaros asustados.
Los segundos, que antes corrían como soldados obedientes, ahora se habían dispersado en todas direcciones, sin regresar jamás. Los minutos, cansados de girar en círculos, se evaporaron como humo. Y las horas, tan orgullosas de haber marcado la historia, se disolvieron como arena en agua.
Por primera vez, el Tiempo no era nada. No era línea, no era río, no era rueda ni espiral. Era ausencia pura, un espejo roto sin reflejo.
Los hombres y mujeres, atrapados en el no-tiempo, comenzaron a sentirlo. Algunos se aferraron al recuerdo de relojes oxidados, intentando reconstruir la idea de “ayer” y “mañana”, como si fueran juguetes perdidos de la infancia. Otros, resignados, aceptaron la eternidad estática y se dejaron disolver en ella, como figuras de sal en el mar.
El Tiempo, viendo todo esto, comprendió que había sido a la vez amo y prisionero de su propio cauce. Y en un último gesto, un suspiro que no era aire sino idea, lanzó una pregunta que no nació en el aire ni en las bocas, sino directamente en los corazones:
Si nada pasa, si nada avanza, si todo es un siempre absoluto…
¿qué significa realmente estar vivo?
Y nadie supo responder. Algunos creyeron que vivir era recordar, aunque los recuerdos se borraban en la quietud. Otros pensaron que era sentir, aunque las emociones se repetían sin cambio. Y unos pocos se preguntaron si, tal vez, vivir solo tenía sentido cuando existe la certeza de morir.
Desde entonces, la pregunta sigue flotando en el vacío donde alguna vez hubo segundos, como un eco imposible de callar.

Cuando el Tiempo dejó de contar, la vida dejó de tener respuesta.
¡Gracias por leer “Cuando el Tiempo Se Cansó de Ser Tiempo“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!
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