Sangre en el Lienzo


En el corazón del mercado de antigüedades, entre muebles carcomidos por el tiempo y espejos empañados que parecían contener secretos, un pintor llamado Elías se detuvo frente a un lienzo cubierto por una tela polvorienta. Algo, una especie de latido débil y húmedo, pareció emanar desde debajo de esa cubierta, como si respirara.

Con un temblor en las manos, retiró la tela. Lo que vio le heló la sangre: el cuadro mostraba su rostro, pálido y desencajado, en el preciso instante de la muerte. Su cuerpo aparecía mutilado, con la garganta abierta en una sonrisa roja y obscena. La pintura era tan detallada que las gotas carmesí parecían deslizarse por el lienzo, como si aún estuvieran frescas.

Elías compró la obra sin preguntar nada, sin mirar al vendedor, con el corazón golpeándole el pecho como un martillo funerario. Desde ese momento, su vida quedó envenenada por la imagen. Pasaba noches enteras estudiando cada trazo, cada sombra, convencido de que ese era su destino. Empezó a cerrar ventanas, cambiar cerraduras, evitar callejones y desconocidos. Nada debía coincidir con la escena del cuadro.

Pero cuanto más intentaba alejarse de aquella muerte, más se aproximaba. Soñaba con el lienzo; lo oía susurrar su nombre con voces húmedas, como gargantas llenas de sangre. A veces despertaba y hallaba el cuadro sobre su cama, aunque lo hubiese dejado en la otra habitación. Las heridas en la pintura parecían cambiar: los cortes se volvían más profundos, los ojos, más vacíos.

En un arrebato de locura, Elías decidió destruirlo. Tomó un cuchillo y lo hundió en el lienzo, desgarrando la tela como si desgarrara carne viva. Del corte brotó un líquido espeso, rojo oscuro, que olía a óxido y putrefacción. Entonces lo comprendió: el cuadro no era un retrato del futuro, sino una ventana. Y lo que se asomaba al otro lado era algo antiguo, algo que lo había estado mirando todo el tiempo.

Sintió algo frío acariciándole la garganta, una caricia metálica que, al principio, confundió con el filo del miedo. Pero no… era real. El cuchillo estaba allí, apretándose contra su piel con la suavidad de un amante cruel. No recordaba haber movido la mano. No recordaba haber decidido nada. Y, sin embargo, sus dedos lo sostenían con una firmeza antinatural, como si fueran los dedos de otro.

Un susurro brotó de la oscuridad, ronco, lleno de saliva espesa:
—Cumple el pacto…

Entonces, la hoja avanzó. La carne se abrió con un sonido húmedo, como tela desgarrada empapada en agua. El calor brotó enseguida, inundando su cuello y pecho, tibio y viscoso, como un abrazo enfermo. La sangre se deslizaba por su clavícula en hilos gruesos, espumosos, que latían al compás de su corazón desbocado. El olor a hierro se hizo insoportable, pegajoso, llenando la habitación con un aroma dulce y nauseabundo.

Cayó de rodillas, jadeando, intentando gritar, pero de su boca sólo salió un gorgoteo oscuro, burbujeante, mientras los pulmones se llenaban con su propia sangre. El mundo se volvió lento, pesado. Las sombras parecían moverse con vida propia, retorciéndose como gusanos bajo la luz mortecina.

Alzó la vista, con los ojos bañados en lágrimas y sangre, y lo vio: el lienzo. Aquello que había destrozado no sólo estaba intacto, sino que se estaba reparando ante sus ojos. Los jirones de tela se cosían solos con hilos carmesí que parecían venas, latiendo con una vida obscena. El cuadro respiraba. El cuadro sonreía.

En el centro, su imagen agonizante se perfeccionaba, cada gota de sangre, cada espasmo inmortalizado con precisión monstruosa. Y entonces ocurrió: un nuevo detalle emergió en la esquina del lienzo, creciendo como una mancha oscura hasta convertirse en un rostro. No era el suyo. Era otro… unos ojos desorbitados, la boca abierta en un grito eterno, congelado en el terror más puro. Elías lo reconoció de inmediato: alguien que aún estaba vivo.

Quiso apartar la mirada, pero algo invisible le obligó a seguir mirando mientras la pintura lo absorbía todo: su cuerpo cayendo, la sangre extendiéndose como raíces, y esa nueva figura que parecía mirar directamente hacia afuera, hacia ti.

Elías sonrió cuando el cuchillo se le escapó de las manos, pero no era una sonrisa de paz. Era la risa convulsa de quien comprende demasiado tarde. Porque ahora sabía la verdad: el cuadro no era su final… era sólo el comienzo.

Y ahora, mientras lees esto, ese segundo rostro ya se está formando en el lienzo… adoptando un rostro que jurarías haber visto en el espejo.


El lienzo no pinta tu final… lo respira.


¡Gracias por leer “Sangre en el Lienzo“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!

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