
Gatus Latínicus:
Crónicas de un Minino Interdimensional
Martín nunca fue un amante de los animales. Prefería las plantas de plástico, los relojes analógicos y los cafés sin espuma. Pero ese martes, mientras paseaba distraídamente por el centro, algo lo hizo detenerse frente a una tienda de mascotas que jamás había notado antes: “Fauna Exótica & Misterios Diversos”.
En el escaparate, rodeado de hámsters hiperactivos y un loro deprimido que recitaba tangos, lo esperaba un gato negro. No cualquier gato. Este tenía el pelaje como obsidiana líquida, los ojos dorados como doblones de pirata y una mirada tan directa que Martín sintió, por primera vez en años, que alguien lo había examinado a fondo… y desaprobado silenciosamente.
Contra toda lógica —y contra su alergia felina moderada— Martín entró y, sin entender muy bien por qué, lo adoptó.
Desde el primer momento, supo que algo andaba… raro. El gato caminaba como un arzobispo en procesión, con dignidad ofendida. Se sentaba cada día en el alféizar a ver el atardecer con expresión de tragedia griega, y por las noches, se instalaba en su almohada como si le hiciera un favor dejándolo dormir a su lado.
Pero lo verdaderamente desconcertante ocurrió la tercera noche.
Martín estaba viendo una reposición de El Precio de la Historia, cuando el gato saltó al sofá, lo miró fijamente y dijo:
—Salve, homo.
Martín se atragantó con una aceituna.
—¿Qué…? ¿Qué dijiste?
—Salve, homo. Loquor tantum Latine.
Ahí estaba. Un gato. Que hablaba. En latín. Con perfecta dicción. Con acento clásico. Con juicio moral.
Martín pensó que era una alucinación por exceso de snacks. Pero al día siguiente, y el otro, y el otro más, el gato siguió hablando. Siempre en latín. Siempre con autoridad. Ignoraba cualquier otro idioma con el desprecio digno de un senador romano en una pizzería barata.
La convivencia se volvió… académica. Martín, desesperado por entender lo que decía su nueva mascota, se lanzó a estudiar latín con la urgencia de un gladiador mal armado. Tradujo palabras, buscó clases en línea, compró diccionarios, e incluso se unió a un grupo de Facebook llamado “Latín para sobrevivir a gatos misteriosos”.
Pronto comprendió que el gato no solo hablaba latín: el gato sabía cosas.
Frases como:
—“Periculum imminet.” (El peligro se acerca)
—“Noli fidere illi.” (No confíes en él)
—“Tempus fugit et umbra manet.” (El tiempo huye y la sombra permanece)
Martín dejó de dormir bien.
Una noche, encontró una nota que el gato había garabateado con su garra sobre un papel. Parecía un juego, hasta que tradujo:
—“Custos portae sum. Aperitur mox.”
(“Soy el guardián del portal. Pronto se abrirá.”)
A partir de ahí, todo fue cuesta abajo.
Las sombras ya no se comportaban como sombras. Se deslizaban cuando no las miraba, susurraban en lenguas inidentificables. Las plantas morían en segundos. El microondas marcaba fechas en lugar de horas. Y el espejo del baño mostraba a Martín con toga y sandalias, incluso cuando llevaba su pijama de alpacas.
El gato seguía imperturbable, soltando frases como:
—“Tempus est. Paratus esto.”
(“Es tiempo. Prepárate.”)
El 21 de marzo, al anochecer —equinoccio, claro está— el gato se sentó frente a la chimenea con sus ojos como brasas vivas. Martín, con un vocabulario ya digno de un orador en el Senado de Roma, comprendió las últimas palabras del gato:
—“Porta aperitur. Mundi iungentur.”
(“La puerta se abre. Los mundos se unirán.”)
El suelo se resquebrajó. La alfombra se hundió. Del abismo surgieron luces imposibles, aromas de planetas desconocidos, y criaturas que parecían una mezcla entre esfinges egipcias y memes de Internet.
Martín gritó algo en latín muy mal conjugado.
El gato, decepcionado, simplemente se relamió una pata y murmuró:
—“Declinatio tertia, stulte.”
(“Tercera declinación, idiota.”)
Y entonces todo desapareció.
Hoy, la casa parece normal. Bueno, casi normal.
Nadie sabe muy bien qué ocurrió con Martín. Algunos dicen que fue absorbido por el portal interdimensional. Otros aseguran que simplemente huyó al sur, espantado por la posibilidad de tener que declinar mare, maris de memoria.
El gato negro sigue allí, por supuesto. Ahora vive cómodamente en la casa, que transformó en su sede personal del “Imperium Feline Universalis”, con estandartes bordados en terciopelo, fuentes de agua bendecida y un sillón reclinable romano que antes era el sofá de Martín.
Por las tardes, da discursos en latín a un grupo de ardillas locales que parecen entenderlo (nadie sabe por qué, pero lo respetan). Ha fundado una academia virtual llamada “Latinus Felinus”, donde enseña declinaciones, estrategias de dominación interdimensional y cómo afilar las garras sin perder la compostura.
Y cada tanto, cuando el viento sopla desde el oeste y el Wi-Fi está lento, se le oye decir:
—Revertetur. Parati estote.
(“Volverá. Estén preparados.”)
Aunque, últimamente, también añade:
—Et memento: grammaticam si fallis, chaos regnabit.
(“Y recuerda: si fallas la gramática, reinará el caos.”)
¿La moraleja?
Nunca subestimes a un gato. Y, si uno te habla en latín… mejor empieza a estudiar o hazte el dormido.

Declina bien… o prepárate para servir al Imperio Felino Interdimensional.
¡Gracias por leer “Gatus Latínicus: Crónicas de un Minino Interdimensional“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!
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