La Moneda que No Quiso Caer


Nadie recuerda quién la lanzó. Algunos dicen que fue un niño. Otros, que un anciano distraído. Hay quienes aseguran que cayó de la bolsa rota de un dios disfrazado. Lo cierto es que, una mañana cualquiera en la Plaza Mayor de San Lucindo, una simple moneda cayó al suelo… y empezó a girar.

Y giró.

Y giró.

Y siguió girando.


Al principio, nadie le prestó atención. Una moneda cae, gira, cae de lado y termina. Así ha sido desde que el mundo aprendió a intercambiar metales por pan. Pero esta moneda… no caía. Daba vueltas como si el suelo fuera de mantequilla encantada.

—¿Ya va a parar? —preguntó una señora con un bolso lleno de apios.

—No puede durar tanto —murmuró un joven mientras miraba su reloj (que, por cierto, sí se detuvo).

Pasaron cinco minutos. Luego diez. Luego media hora.

La moneda giraba como si lo disfrutara. Como si tuviera un ritmo propio, una música interior que nadie más podía oír. Cada giro brillaba con un destello distinto, como si contuviera todos los reflejos del mundo.


El alcalde fue llamado. El científico del pueblo fue convocado. Hasta un hipnotista amateur intentó “convencerla” de caer.

—Te estás sobreexigiendo —le dijo el hipnotista, mirándola fijo—. Ríndete, cariño. Suelta el giro interior.

Pero nada. Ni la lógica, ni la psicología, ni las leyes de la física podían detenerla. Gente de todos los rincones venía a ver “la moneda eterna”. Se le tomaron fotos, se hicieron canciones, se fundó un club de fans y un culto menor que creía que la moneda contenía el alma de un hamster reencarnado.


Día tras día, la moneda giraba. No más alta que un dedo. No más grande que una moneda común. Pero indetenible. Incluso durante las lluvias, los temblores, las elecciones municipales o las visitas de presidentes. Nada la tocaba. Nada la afectaba. Giraba con elegancia, precisión y un leve zumbido como de abejita satisfecha.

Un día, un niño se le acercó.

—¿Por qué no te caes? —le susurró, agachado, con una curiosidad que solo los niños auténticos pueden tener.

La moneda titiló un poco más rápido. Y entonces, para sorpresa de todos, habló. No con voz, sino con un pequeño tintineo que el niño entendió sin saber cómo.

“¿Caer? ¿Y dejar de girar? ¿Abandonar este arte tan perfecto que nadie más practica? No, pequeño. Girar es lo que soy. Caer es lo que hacen los otros.”

El niño se quedó en silencio. Sonrió. Y se fue.


Pasaron los años. La plaza fue renovada. El pueblo creció. La gente se acostumbró a la moneda. Ya nadie la intentaba detener. Era parte del paisaje, como el farol torcido, el perro filósofo de la esquina o el anciano que vendía mapas de lugares que no existían.

La moneda siguió girando.

Un día, una paloma se le acercó. La miró. Parpadeó. Luego giró sobre una pata, dio media vuelta… y se fue volando sin decir nada.

Porque incluso las palomas, a veces, entienden que hay cosas que simplemente no quieren parar. Y está bien.


Moraleja:

A veces, la verdadera rareza no está en hacer algo extraordinario… sino en seguir haciéndolo cuando el mundo entero espera que te detengas.


No todos estamos hechos para detenernos. Algunos nacimos para seguir adelante, sin miedo, sin pausa y con propósito.


¡Gracias por leer “La Moneda que No Quiso Caer“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!

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