
El Peregrino y la Serpiente de Jade
Cuentan los ancianos de Khandur —un reino ya perdido en las arenas del tiempo— que hubo una vez un peregrino llamado Arlen. Nadie sabía de dónde venía. Su andar era silencioso, su mirada intensa y su capa polvorienta hablaba de caminos lejanos y olvidados.
Arlen buscaba algo, pero ni él mismo sabía qué. Cruzó desiertos donde el viento silbaba como voces de antiguos dioses; atravesó bosques donde los árboles parecían susurrar en lenguas muertas; escaló montañas que nadie había osado pisar. Pero su corazón seguía vacío, como si el sentido de su viaje aún estuviera oculto tras un velo.
Una noche sin luna, mientras descansaba al borde de un abismo de roca negra, una serpiente apareció en su camino. No era común: su piel resplandecía como jade verde bajo una luz que no venía del cielo. Sus ojos dorados parecían contener siglos de secretos.
El peregrino no la temió. Al contrario, sintió una llamada extraña en su interior.
La serpiente alzó la cabeza y deslizó su cuerpo en dirección al bosque prohibido de Veyrah, de donde, según las leyendas, nadie regresaba jamás.
Arlen la siguió.
Caminó tras ella durante tres noches y tres días. No bebió agua, no probó alimento. Pero no sentía hambre ni sed. Solo un impulso silencioso, casi sagrado, le hacía avanzar, como si detrás de aquel reptil milenario estuviera la respuesta a su búsqueda.
El bosque de Veyrah no era un lugar normal. Las hojas de los árboles destilaban un resplandor azul. Las piedras cantaban cuando el viento las acariciaba. Las sombras se movían incluso cuando no había luz. Y sin embargo, la serpiente abría senderos invisibles, revelando escalones ocultos, puertas en troncos huecos, senderos de raíces que lo llevaban más y más al centro de aquel laberinto viviente.
Al cuarto día, Arlen llegó a un claro donde el tiempo parecía suspendido. En el centro había un lago tan oscuro como el espacio entre las estrellas. La serpiente se detuvo al borde y giró la cabeza hacia él.
—¿Por qué me sigues, humano? —dijo con voz baja como la brisa nocturna.
Arlen no se sorprendió de que hablara. En su corazón ya había aceptado que aquello no era una bestia común.
—Busco el sentido de mi viaje. La razón de mi andar interminable.
La serpiente deslizó su cuerpo en círculo, rodeándolo.
—Todos buscan respuestas fuera de sí mismos… —murmuró—. Creen que el camino los conducirá a un final, a una verdad revelada. Pero tú has venido aquí para entender que el verdadero viaje es hacia adentro.
El lago tembló. Imágenes surgieron en la superficie: rostros olvidados, ciudades en ruinas, antiguos templos donde Arlen había estado sin saber qué buscaba. Luego, su propio rostro… joven, viejo, niño, anciano… todo a la vez.
—Tu búsqueda no está en el mundo, peregrino. Está en ti. Eres tú quien se ha ocultado de sí mismo. Cada lugar que pisaste, cada pregunta que hiciste, fue un eco de lo que temes mirar: tu propia alma.
Arlen cayó de rodillas. Comprendió, por fin, que toda su vida había huido de su verdadero yo, disfrazando su miedo con kilómetros de polvo y lejanía. Las ciudades, los dioses, los secretos… nada importaba si no se encontraba primero a sí mismo.
—¿Y si no quiero mirar? —susurró, temblando.
La serpiente se acercó, enroscándose suavemente alrededor de su brazo.
—Entonces vagarás por siempre. Como tantos otros. Pero si te atreves… si aceptas ver quién eres realmente… el lago te mostrará la verdad.
Arlen dudó. El miedo le nubló el pecho como una niebla espesa. Pero recordó todos sus años vacíos, los pasos perdidos, la sensación de nunca pertenecer a ningún lugar.
—Sí —dijo al fin—. Quiero ver.
La serpiente lo condujo hasta el borde del lago. Arlen se inclinó… y vio. Vio su dolor, sus culpas escondidas, sus decisiones evitadas, sus esperanzas rotas. Pero también vio su fuerza. Su compasión. Su capacidad de amar. Vio su valor de llegar hasta allí, cuando todos los demás habrían huido.
Lloró. Lloró como no había llorado nunca. Lágrimas antiguas, de todas las edades de su alma, brotaron de sus ojos como un río desbordado, arrastrando consigo las máscaras, los miedos, las huellas de mil caminos equivocados.
Cuando abrió los ojos, el bosque había desaparecido. Estaba en un campo verde, bajo un cielo luminoso y sereno que no pertenecía a ninguna tierra conocida, como si el universo mismo hubiera tejido un espacio sólo para él. El aire olía a nuevo comienzo, a tierra mojada tras la tormenta. No había serpiente, ni lago, ni sombras cantando. Solo él, su cuerpo, su alma… y una sensación profunda de paz, de entera pertenencia.
Por primera vez en su vida, Arlen sabía con certeza hacia dónde ir. Ya no se trataba de buscar respuestas en templos lejanos ni de perseguir dioses mudos. La búsqueda infinita había cesado, porque comprendía que el verdadero viaje era el que se iniciaba ahora: el de vivir, amar, decidir, fallar y volver a levantarse… en su propio tiempo, en su propio lugar.
Había dejado de ser un vagabundo de misterios ajenos. Ahora era un hombre despierto, dueño de su existencia, reconciliado con su sombra y su luz. Y con una quietud nueva en el alma, dio su primer paso hacia su verdadero hogar: él mismo.
A veces creemos que la respuesta está en los caminos lejanos, en los lugares misteriosos o en las voces ajenas. Pero la mayor verdad, la más profunda, está en el coraje de mirarnos a nosotros mismos sin temor. Ese es el viaje más difícil… y el más necesario.

El mayor viaje no cruza tierras… atraviesa el alma.
¡Gracias por leer “El Peregrino y la Serpiente de Jade“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!
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