La Ventana de la Niebla


Había una casa, solitaria como un pensamiento olvidado, al borde del bosque de Ulmo. Nadie sabía con certeza quién la había construido ni cuánto tiempo llevaba en pie. Lo que se sabía —y se decía en voz baja, como si temieran que las paredes de la casa pudieran oírlos— era que una de sus ventanas, la que daba al norte, siempre estaba cerrada y empañada desde dentro. Incluso en los días secos de verano, incluso cuando no había habido alma viva en la casa por meses.

La descubrió por primera vez el joven Amaro, hijo del farolero, cuando apenas tenía trece años. Era un niño de andar callado, rostro pálido y mirada detenida. Jugaba a recoger piedras raras junto al bosque, y un día, cuando el sol ya empezaba a inclinarse, vio la casa. Vieja, torcida por los años, con un tejado musgoso y una verja de hierro que parecía hecha más para retener que para proteger.

Fue la ventana lo que lo detuvo. No por su forma —era común, rectangular, con marco de madera decaída—, sino por el hecho de que estaba cubierta de gotas por dentro. Pequeñas lágrimas que parecían vibrar, como si un aliento helado las mantuviera vivas. Lo extraño era que ninguna otra ventana lo estaba. Ni humedad, ni suciedad, ni siquiera polvo. Solo aquella.

Volvió al día siguiente, y al siguiente. La ventana siempre igual: empañada, cerrada. Nunca vio a nadie adentro. Sin embargo, algunas mañanas, juraba que el vaho parecía tener formas, como dedos extendidos o perfiles apenas insinuados.

Pasaron los años.

Amaro se volvió adulto, estudioso de cosas extrañas, lector de libros prohibidos, habitante de bibliotecas con olor a moho. Pero nunca olvidó la ventana. Volvía a verla cada vez que podía, siempre en silencio, como si interrumpirla fuese romper un pacto sin nombre. Hasta que una noche, treinta años después, se decidió.

Había luna nueva. La casa seguía en pie, idéntica salvo por la maleza más crecida. Llevaba consigo una linterna, guantes de cuero, un cuaderno. No por miedo —se decía a sí mismo—, sino por método. Un investigador de lo imposible debe ir preparado.

Entró por la puerta principal, que crujió como si se quejara. El aire dentro era espeso, rancio, pero no insoportable. Subió escaleras que parecían haberlo estado esperando. Pasó corredores sin ventanas, habitaciones donde solo quedaban camas vacías y cortinas deshiladas. Finalmente, al fondo del segundo piso, encontró la habitación.

La ventana estaba allí.

Seguía cerrada, con vaho grueso y persistente. Pero ahora, desde dentro, pudo ver lo imposible: el empañamiento brotaba desde el vidrio. No como si viniera de alguien respirando, sino como si el mismo cristal sudara.

Amaro se acercó. Puso el guante contra el vidrio. Estaba tibio.

No del modo que calienta el sol o el aliento humano, sino como si algo viviera allí, algo enterrado profundamente en la textura misma del cristal. Entonces, muy lentamente, algo apareció.

Una letra.

No escrita con dedo, sino formándose en la condensación misma, como si el agua obedeciera a un pensamiento.

“AYÚDAME.”

Amaro se echó atrás, pero no huyó. Había esperado esto, en cierto modo. Sacó su cuaderno, anotó la hora, la temperatura, cada detalle. Volvió a mirar.

Había otra palabra.

“TÚ.”

El cristal tembló. No por viento ni por temblor de la casa, sino por un impulso interno, como un músculo que se contrajera. Y luego la ventana empezó a chorrear. No solo gotas. Agua. Agua espesa, que bajaba como sangre aguada.

Amaro retrocedió, pero esta vez sí sintió algo: un tirón leve, como si alguien hubiera tirado de su conciencia desde dentro del vidrio. Y entonces lo supo.

No era una ventana que daba al bosque.

Era una puerta. Una que había sido cerrada mucho tiempo atrás. Una que nunca debió haber sido sellada con cristal. La humedad no era otra cosa que la resistencia de lo que estaba atrapado. No algo muerto. No un espíritu.

Él mismo.

Una versión de sí que alguna vez, en la infancia, había cruzado el límite. Que había sido absorbido por su obsesión. Que había quedado atrapado entre los reflejos y la niebla.

El Amaro que estaba frente a la ventana ahora no era el real. Era el eco. La copia. El que quedó. Y ahora, la ventana… ya no estaba cerrada.

Desde fuera, al amanecer, la casa parecía igual. Salvo por un detalle que solo alguien muy atento podría notar.

La ventana del norte… ya no estaba empañada.
Estaba limpia. Clarísima.
Y sonreía.

Cuando se disipa la niebla, el miedo empieza a ver con claridad.


¡Gracias por leer “La Ventana de la Niebla“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!

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