El Rostro en la Penumbra


I. Las campanas y el aliento de azufre

La inquisición de Toledo se había vuelto una sombra más de la ciudad. Bajo la catedral, en corredores apenas cartografiados, el inquisidor Jerónimo de Villalba llevaba a cabo su labor con fervor casi religioso, aunque sin fe. Hacía años que las oraciones no le decían nada; su devoción ahora era al orden, a la erradicación del caos, a la pureza de la carne y del espíritu.

En una noche de marzo, húmeda y sin estrellas, llegó a sus manos un manuscrito prohibido confiscado en la villa de Consuegra. El texto, encuadernado en piel humana, era una mezcolanza de latín, hebreo y un idioma más antiguo, no registrado en los archivos de Roma. Lo trajo un fraile tembloroso, que tras entregarlo se retiró sin palabra alguna. Al abrirlo, un hedor sulfuroso llenó la cámara. Jerónimo lo sintió como un soplo en la nuca, una exhalación imposible de la misma página.

Esa noche, tuvo su primer sueño.

II. El otro Jerónimo

En el sueño, se encontraba en la misma sala de interrogatorios, pero todo estaba invertido: los retratos colgados estaban al revés, las antorchas emitían sombras en vez de luz, y una figura le observaba desde la otra punta de la mesa. La figura tenía su rostro. Pero no del todo.

Era una versión suya más pálida, con una sonrisa demasiado ancha, ojos opacos, y la piel tensada como pergamino mojado. El otro Jerónimo lo observaba con compasión. Le habló en el mismo idioma que aparecía en el manuscrito.

Al despertar, descubrió que entendía cada palabra.

III. El reflejo que no se refleja

Los días siguientes fueron una sucesión de espejos rotos. Jerónimo evitaba su reflejo, no por superstición, sino porque había empezado a notar un pequeño desfase. En uno de los espejos del confesionario, su reflejo sonrió antes de que él lo hiciera.

Y a veces no lo imitaba en absoluto.

Durante un interrogatorio a una mujer acusada de pactar con demonios, ella se detuvo a mitad de su llanto, lo miró fijamente y dijo:

—No eres tú. Tú eres el otro.

Jerónimo no respondió. Porque temía que ella tuviera razón.

IV. El umbral del manuscrito

Lo estudió con devoción. No podía dejar de leer. Cada noche, un símbolo nuevo brillaba bajo su dedo, y con cada uno, su rostro parecía cambiar. Sus cejas, más arqueadas. Su voz, más grave. En sueños, el otro Jerónimo comenzó a hablarle no con palabras, sino con gestos: le mostraba una cruz invertida hecha de carne, una ciudad bajo tierra donde todos caminaban hacia atrás, una torre hecha de costillas humanas.

Y una puerta.

La puerta no estaba en los sueños. Estaba bajo el monasterio de Calatrava la Vieja. Así lo indicaban los márgenes del libro: coordenadas, frases escondidas, referencias a códices quemados. Jerónimo emprendió el viaje sin informar a nadie.

V. La puerta viva

La encontró: no una puerta de piedra, sino un hueco suspendido en la oscuridad, sin marco, sin límites, como una hendidura flotante. La cruzó.

Del otro lado, el mundo era idéntico. Hasta que vio a los monjes caminar de espaldas, al humo descender hacia los cirios, y a un niño rezar con una voz de anciano. En un confesionario invertido, lo esperaba su doble. Esta vez no estaba sonriendo.

—¿Cuál de los dos eres tú? —le preguntó el otro Jerónimo.

Jerónimo intentó hablar, pero no pudo. Su lengua se movía sola. Murmuraba oraciones en aquel idioma perdido.

—Tú le diste forma a este lugar. Yo sólo soy el eco —dijo su doble, con una tristeza que no parecía humana.

VI. El retorno (¿o no?)

Regresó. O algo regresó.

Jerónimo volvió a Toledo, pero la ciudad ya no lo reconocía. Nadie parecía notar su presencia. Caminaba por las calles como un fantasma. Sus pasos no dejaban huella. Cuando intentó hablar con el Arzobispo, este le miró con desdén y preguntó:

—¿Quién es usted?

Esa noche, el manuscrito desapareció de su celda. En su lugar, había un espejo. Uno solo.

En él, su reflejo ya no se movía. Le observaba, inmóvil. Le sonreía.

VII. Epílogo: el archivo sellado

Años después, un aprendiz de inquisidor encontraría un registro no fechado, sin firma, con una nota ilegible al margen y un solo comentario:

“Hay puertas que no se abren, sino que se despiertan. Algunas toman la forma de uno mismo.”

Nadie volvió a ver a Jerónimo de Villalba. Aunque, de vez en cuando, algunos aseguran haberlo visto, en Toledo o en Consuegra, mirando fijamente desde un espejo empañado.

Esperando.

O recordando.

Abrió un libro… y el espejo ya no se cerró.


¡Gracias por leer “El Rostro en la Penumbra“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!

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Cuando el mundo pierde su brillo, tu mente vaga inquieta o tu corazón carga un peso invisible, deja que una historia abra la puerta a lo imposible. Solo una página, una frase, una palabra… y de pronto estás en otro universo, donde la imaginación pinta lo ordinario con colores de ensueño y transforma los instantes más simples en pura magia.


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