
El Reloj Detenido
Desde hacía décadas, el viejo reloj de pared marcaba siempre la misma hora: las 7:10. Era un objeto imponente, con una estructura de madera oscura y tallados en espiral que parecían contener secretos en sus curvas. Se encontraba en la sala de estar de la señora Amelia, una anciana que había vivido sola en aquella casa desde la muerte de su esposo. Aunque algunos le preguntaban por qué conservaba un reloj que no funcionaba, ella siempre sonreía y decía que le recordaba tiempos mejores. Pero la verdad era otra, una que nunca se atrevía a compartir.
Amelia vivía en la rutina, tranquila y en paz. Sin embargo, en la noche de su cumpleaños número noventa, algo cambió. A las 7:10 de la madrugada, un sonido hueco y mecánico resonó en la casa. Tic. Tac. Tic. Tac.
El reloj se había puesto en marcha.
La anciana se despertó sobresaltada. Durante más de cuarenta años, aquel reloj había permanecido inmóvil, como si el tiempo dentro de su mecanismo se hubiera detenido. Pero ahora, sus manecillas avanzaban con una precisión escalofriante. Un escalofrío recorrió su espalda mientras se incorporaba con dificultad. Se puso las pantuflas y bajó las escaleras con pasos temblorosos.
El reloj seguía funcionando. Tic. Tac. Tic. Tac.
La sala estaba oscura, salvo por el reflejo plateado de la luna que se colaba a través de la ventana. Amelia se acercó al reloj y, con una respiración entrecortada, extendió su mano temblorosa. Antes de que pudiera tocarlo, el péndulo se detuvo de golpe y la casa entera pareció estremecerse.
De repente, un susurro inundó la habitación. No era el viento ni el crujir de la madera. Era una voz gutural, espesa, que parecía venir de todos lados y de ninguno a la vez. Amelia cerró los ojos con fuerza y murmuró una oración, pero los susurros se intensificaron, formando palabras que le helaron la sangre:
—Estoy… aquí…
Las luces comenzaron a parpadear. Un viento gélido recorrió la casa, arrastrando papeles y cortinas. La anciana retrocedió, el miedo atenazando su frágil cuerpo. Sabía lo que estaba ocurriendo. Había esperado que este día nunca llegara, que el sello permaneciera intacto para siempre. Pero ahora, la barrera que había sellado durante tanto tiempo se rompía, dejando escapar aquello que no debía despertar.
Porque el reloj nunca se había detenido por una falla mecánica. Amelia misma lo había hecho detener, con un conjuro antiguo, sellando en su interior una presencia que no pertenecía a este mundo. No era solo un reloj, sino una prisión. Y ahora, después de tantos años, la celda se había abierto.
Un golpe seco resonó en la puerta principal. Luego otro. Y otro más.
Amelia sintió que el aire se volvía denso, irrespirable. Con el corazón latiendo a un ritmo frenético, supo que debía actuar de inmediato. Corrió hacia la chimenea, donde había guardado un pequeño libro de cuero raído. Sus dedos torpes pasaron las páginas con desesperación hasta encontrar la oración que necesitaba. Comenzó a recitarla con voz temblorosa, mientras el golpeteo en la puerta se transformaba en golpes ensordecedores. La madera crujía, como si algo desde el otro lado intentara arrancarla de sus bisagras.
Las luces explotaron. La casa entera se sumió en la oscuridad.
La anciana no dejó de recitar. Con cada palabra, el viento dentro de la casa se intensificaba, formando un remolino espectral que giraba alrededor del reloj. La sombra que comenzaba a emerger del suelo se retorció con furia. Gritó. Maldijo en un idioma olvidado. Pero Amelia no titubeó. Sabía que esta vez debía asegurarse de sellarlo bien… o de perderlo todo.

Con el último verso, el reloj emitió un sonido atronador. La sombra fue absorbida de golpe y el mecanismo volvió a detenerse. El silencio cayó sobre la casa como una manta de plomo.
La anciana se desplomó en el suelo, jadeando. El reloj, otra vez, marcaba las 7:10.
Con un suspiro entrecortado, Amelia miró sus manos. Algo no estaba bien. Su piel, antes arrugada y surcada por los años, ahora lucía tersa, juvenil. Un escalofrío la recorrió mientras se ponía de pie y, con pasos tambaleantes, se acercó al espejo del recibidor.
Su reflejo la observó con la misma expresión de asombro. Ya no era la anciana de noventa años. Era una mujer joven, con el cabello oscuro y los ojos llenos de vida. Sus dedos recorrieron su rostro con incredulidad, sintiendo la suavidad de su piel, la firmeza de su mandíbula. Su corazón latía desbocado.
Retrocedió un paso, tambaleándose. Su mente luchaba por comprender lo imposible. Todo en la casa parecía idéntico, pero al mismo tiempo distinto. La luz de la lámpara titilaba con un tono más cálido, el aire olía a madera nueva en lugar del polvo de los años. Un vestido de colores vivos descansaba sobre una silla en el rincón, uno que recordaba haber usado en su juventud.
Corrió hacia la ventana, descorriendo las cortinas con desesperación. Afuera, la calle era la misma, pero los coches y las casas se veían diferentes, como si el tiempo hubiese dado un salto atrás. Entonces lo comprendió: no solo su cuerpo había cambiado, sino que todo a su alrededor había regresado a aquel preciso instante.
El reloj había detenido algo más que el tiempo.
Afuera, el viento soplaba con una quietud inquietante. Dentro de la casa, el reloj seguía marcando las 7:10.
Y así debía permanecer, para siempre.

El tiempo no siempre avanza… a veces, solo espera.
¡Gracias por leer “El Reloj Detenido“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!
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