El Pueblo de las Sombras


Elías llevaba días viajando por caminos polvorientos, atravesando colinas y valles en busca de un lugar donde descansar. Su caballo estaba exhausto, y sus provisiones escaseaban. Así que cuando divisó un pequeño pueblo encajado entre las montañas, sintió un alivio inmediato.

Lo primero que notó al acercarse fue la inusual penumbra que cubría las calles. A pesar de que el sol aún brillaba en el cielo, cada casa tenía toldos gruesos que proyectaban sombra sobre las entradas y ventanas. Árboles de copa ancha estaban estratégicamente plantados, sus ramas formando techos naturales de oscuridad. Incluso los caminos parecían haber sido trazados con un propósito singular: evitar cualquier rincón expuesto a la luz directa del sol.

A pesar de lo extraño del lugar, los habitantes lo recibieron con una hospitalidad inesperada. Una mujer mayor le ofreció un cuenco con agua fresca, un niño le sonrió tímidamente desde la penumbra de un portal, y un grupo de ancianos lo saludó con cortesía desde la sombra de un gran roble en la plaza central.

Elías desmontó de su caballo y se dirigió a la posada. Mientras caminaba, no pudo evitar notar que nadie se aventuraba fuera de la sombra, ni siquiera por un instante. Era como si la luz del sol fuera una amenaza tangible, algo de lo que debían protegerse a toda costa.

Cuando entró en la posada, un hombre robusto con barba entrecana lo recibió con un asentimiento.

—Bienvenido, viajero. Soy Haran, el dueño de este lugar.

Elías dejó caer sus pertenencias sobre una mesa y suspiró con alivio.

—Gracias. Necesito una habitación y algo de comer.

—Por supuesto. Pero antes, una advertencia: nunca salgas de la sombra.

Elías arqueó una ceja.

—¿Y eso por qué?

Haran lo observó con seriedad, como si evaluara si debía decirle la verdad o dejarlo en la ignorancia. Finalmente, se inclinó un poco hacia él.

—Porque en la luz… ellas acechan.

Elías frunció el ceño.

—¿Ellas? ¿Quiénes son “ellas”?

—Las devoradoras. Criaturas que solo existen en plena luz del día. No tienen forma, pero sienten tu presencia. Si te atrapan… te arrancan el alma. Solo la sombra nos protege.

Elías sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

—Eso suena como una superstición —dijo con una sonrisa forzada.

Haran no replicó. Solo se encogió de hombros y le sirvió un guiso caliente. Elías comió en silencio, pero sus pensamientos seguían enredados en las palabras del posadero.

¿Qué pasaría si salía a la luz?

La idea lo carcomió durante toda la noche.

Cuando el amanecer iluminó el pueblo, Elías se levantó con una determinación casi infantil. Tenía que demostrar que todo era solo un mito absurdo. Así que, aprovechando que el pueblo aún dormía, salió sigilosamente de la posada.

En la plaza central, una suave brisa agitaba las hojas de los árboles. Respiró hondo, sintiendo el calor del sol en su piel. Nada ocurrió.

—Supersticiones… —murmuró, esbozando una sonrisa triunfal.

Entonces, lo sintió.

No fue un sonido, ni una sombra moviéndose. Fue una ausencia.

El aire a su alrededor pareció volverse pesado, como si la realidad misma se doblara. Su pecho se oprimió. Un escalofrío recorrió su columna, y un zumbido inhumano llenó su cabeza. Era como si algo invisible estuviera hurgando dentro de él, buscando algo… tirando de algo.

Intentó moverse, pero sus músculos se congelaron. Sus pensamientos se volvieron difusos, su visión se nubló. Un terror primitivo lo envolvió.

Algo lo estaba despojando de sí mismo.

Sintió que se desvanecía, que algo dentro de él era absorbido, como si su alma estuviera siendo arrancada por dedos invisibles.

De repente, unas manos lo aferraron y lo arrastraron hacia la sombra.

El aire regresó a sus pulmones con un golpe doloroso. Tosió y jadeó, sintiendo su cuerpo temblar incontrolablemente. Al abrir los ojos, vio a varios aldeanos rodeándolo con expresiones de puro horror.

—¿Lo entiendes ahora? —murmuró Haran, con el rostro pálido.

Elías miró hacia la luz. No había nada allí. Nada visible. Solo un vacío que parecía hambriento, un espacio que ahora comprendía que no era seguro.

Elías se quedó en el pueblo unos días más, recuperándose. Durante ese tiempo, aprendió sus reglas, comprendió su forma de vivir. Nunca volvió a desafiar la sombra.

Cuando llegó el momento de partir, los aldeanos lo despidieron con una seriedad que rozaba la tristeza. Haran le entregó una capa oscura.

—Llévala contigo. Mantente siempre en la sombra. No olvides lo que viste.

Elías asintió, pero algo dentro de él se resistía a aceptar completamente la locura de aquel lugar. Montó su caballo y dejó atrás el pueblo, adentrándose en el camino iluminado por el sol.

Por horas cabalgó, sin incidentes. Pero entonces, cuando el pueblo ya era un recuerdo distante, sintió un escalofrío.

Algo no estaba bien.

Miró hacia abajo y su sombra… no estaba allí.

El corazón le martilleó el pecho. Giró la cabeza frenéticamente. No había árboles altos ni montañas bloqueando la luz. No había nubes en el cielo. Nada debía impedir que su sombra estuviera allí.

Entonces sintió un peso en el pecho.

El aire a su alrededor se espesó. El sol brillaba con fuerza, pero la calidez se había desvanecido. Todo estaba en un silencio opresivo.

Intentó espolear al caballo, pero la bestia se detuvo en seco. Sus ojos reflejaban un terror absoluto. Relinchó, intentando retroceder, pero no podía moverse.

Fue entonces cuando lo comprendió.

Las devoradoras no lo habían dejado ir.

Solo lo habían dejado llevarlas más lejos.

Un sonido surgió en la nada. No un gruñido, no un aullido. Era el sonido de algo que nunca debió existir. Un zumbido bajo, un crujido seco, un susurro distorsionado que no venía de ningún lado y de todos a la vez.

Elías gritó, pero su voz se ahogó en el aire inmóvil.

Sintió cómo algo invisible se aferraba a su piel. No con manos, sino con una ausencia absoluta de contacto, como si su propia existencia se deshilachara.

Su mente se fracturó en un instante de terror absoluto. No era su alma lo que se llevaban.

Era su sombra.

Cuando la última hebra de oscuridad fue arrancada de él, la luz lo devoró.

Y en el claro solitario del camino, solo quedó el caballo, temblando, antes de huir al galope.

Elías había desaparecido.

Pero en algún lugar, bajo una sombra que ya no le pertenecía, algo nuevo se arrastraba en su lugar.

Algo que ahora ansiaba la luz.

No es la oscuridad lo que debes temer… sino lo que acecha en la luz.


¡Gracias por leer “El Pueblo de las Sombras“! Esta es una historia de una serie creada para lectores ávidos y estudiantes de español que desean disfrutar de relatos cautivadores mientras practican el idioma. ¡Sigue atento para más historias y consejos de lenguaje que enriquecerán tu aprendizaje!

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